Gallego

“Perturbar, lo que se dice perturbar, fue lo que pasó esa noche”, dijo Luis. Luciano, que estaba escuchando de refilón, lo interrumpió. “Dale, Luis, decime la verdad: vos estabas tomado ese día”. Nervioso, atolondrado por defenderse de la “acusación” de su compañero de maestranza, mantenimiento, limpieza (y seguridad) en el club, y ansioso por quedar bien ante parado ante su espontánea audiencia, que estaba conformada únicamente por Juanjo, presidente del centro de jubilados “La fraternidad” y socio del club desde la década del 60, Luis insistió en que no, que no había tomado, que había estado con un ataque al hígado bárbaro por un lechón que comió el día anterior. “Luisito, somos pocos y nos conocemos mucho”, lo chicaneó Juanjo. “Que no, que lo juro por mis hijas, es verdad lo que les voy a contar”, y se santiguó tres veces seguidas.

Los tres se encontraban en el hall de la sociedad de fomento. Las paredes despintadas, en distintos tonos de amarillo pálido, y la puerta de metal oxidado y vidrio de la entrada, en conjunto con la luminaria (compuesta por una lamparita de luz blanca; un faro halógeno al que le quedaba poca vida, en un tono neutro, y dos campanas con bombillas cálidas cuya intensidad cada tanto iba y venía), decoraban la escena. La escalera que llevaba a la canchita principal, como la llamaban ellos, aunque en realidad era la única canchita que tenía el club, estaba revestida en ladrillos bordo diminutos, y en la gran mayoría de los escalones faltaba alguno de ellos, o se encontraban partidos. Los filos de hierro de los escalones estaban partidos, y la baranda del costado estaba despintada. Colgaban algunos carteles que invitaban a participar el fin de semana siguiente del “Club del Trueque”, otrora organización destinada a que los vecinos intercambien diferentes productos u otras posesiones personales en una economía circular (y devastada). El sol entraba por las ventanas que estaban cubiertas por cortinas de un pálido naranja cuya textura parecía la piel de una cebolla, no conteniendo ya rayo de Febo alguno. A pesar del calor y la luz que penetraban en el hall, el aroma a humedad mezclada con transpiración invadía los sentidos. El cuadro se completaba con el pasillo que llevaba al buffet, adornado con machimbre en las paredes, aún con pequeñas manchas color ocre de la última vez que pintaron el techo, hace unos 9 o 10 años. El barcito estaba cerrado desde principio de año: Roque, el bufetero tartamudo, se tuvo que ir a cuidar de urgencia a un familiar muy enfermo a Santiago del Estero, aunque el secreto a voces era que en realidad se estaba escondiendo del marido de una vecina que lo estaba buscando. La sensación que reinaba era que los tiempos de gloria de la sociedad de fomento, o mejores tiempos (o al menos, tiempos dignos), habían quedado lejos. Muy lejos. Si es que alguna vez habían existido.

Luciano calentó la pava en el anafe a gas. Gas de garrafa, porque Metrogas había cortado el servicio por una pequeña fuga. Preparó el mate y se lo pasó a Luis, como si fuera un micrófono, para que este de paso comenzara su relato.

-“Era una noche helada, de mitad de Julio. Hacía un frío de cagarse, del que duele en los huesos. El cielo estaba despejado, y la luna estaba llena, impecable, redonda. El Gallego Eduardo había fallecido ese fin de semana, y la gente de fútbol del club estaba destruida.”

-“Que carácter de mierda tenía. Y como fumaba el hijo de puta. Era un tipazo, pero muy jodido”, agregó Luciano.

- “Si, fumaba muchísimo, pero no tanto como don Raúl, que llegó a fumar tres atados por días antes de ser presidente de la República, eh!”, acotó Pirucho, quien había llegado sin que casi lo vieran entrar, pero se mantenía callado hasta ese momento.

- “Siempre vas a meter a Alfonsín en todo, Piru? Me tenés podrido ya”, dijo Juanjo riéndose.

Pirucho era el mejor amigo de Juanjo, vecino del barrio de profesión heladero, radical como su padre y su abuelo, que durante unos años fue célebre por haberle vendido un kilo de crema del cielo y sambayon a su ídolo, don Raúl Alfonsín, en 1993.

Los cuatro se acordaban de la mañana de finales de los noventa en que Eduardo falleció de un paro cardiaco;  estaba feliz porque iba a ser abuelo por primera vez, de parte de Macarena, la hija más chica. Luis asintió, y siguió:

-“En esa época yo hacia el turno noche. Y a eso de la 1 de la mañana, mientras pasaba un trapo en el hall, vi un chispazo desde la puerta, y una mini explosión. Al instante se cortó la luz en el club. Salí a la calle, y había volado el transformador de Edenor a la mierda. Todo el barrio a oscuras”.

La audiencia oía con suma atención, mientras Luciano reclamaba el mate para seguir cebando. Luisito siguió:

-“A los 10 minutos, pum! Un ruido. Seco, claro, inconfundible: un pelotazo contra la pared de la cancha, presumiblemente la que da a la terraza que nunca terminaron de construir cuando el presidente era Lamberti.”

Juanjo comenzó a reírse ampulosamente. “Luisito, pero si sos casi sordo, que ruido vas a haber escuchado!”. Pirucho y Luciano también se tentaron.

-“Por eso Juanjo! Imaginate lo fuerte que fue el ruido que lo escuché y estaba sin el audífono puesto! Casi me quedo seco ahí nomás! Agarré la linterna grande, las llaves de la cancha, y subí. Abrí despacito, alumbré para todos lados, y nada, no había nadie. Todo era silencio”. El mismo silencio que reinaba ahora en el hall, mientras todos oían atentos el relato. Luis solía trabarse al hablar, pero en este momento estaba siendo sumamente claro y locuaz. Juanjo le preguntó si no había entrado alguien, o si había quedado alguien en el club hasta tarde, y Luis le respondió que no, que a las 22 hs se fue la última persona y cerró el buffet.

-“Ya estaba por bajar tranquilo, y note que en la otra punta de la cancha, en la tribuna, iluminada por un claro de luna que entraba por una ventana, había una figura humana, de un hombre, perfectamente marcada, como una sombra, y la luz de un cigarrillo consumiéndose en los labios de la silueta. Me cagué encima, de verdad. Bajé corriendo, cerré con llave, y me quedé abajo. Yo había limpiado toda la cancha un rato antes de punta a punta, y no había fumado nadie, de hecho nadie fumaba ahí. El único que fumaba escondido era el Gallego.”

Luciano lo miro fijo durante unos segundos, hasta que le dijo: “Vos estabas en pedo, no hay otra opción”.

-“No, te juro por mis hijas que no. Cuando amaneció, me animé a subir. No había nadie. Pero en ese lugar de la tribuna, había un pucho por la mitad, apenas consumido. Créanme: el Gallego se vino a despedir del club”.

Entre risas y chanzas, Luciano le dijo a Luis que iba a comprar algo a la fiambrería de la esquina, y Juanjo y Pirucho salieron para el centro de jubilados. Luis se fue a limpiar el pasillo, tranquilo porque hasta las 17 hs no arrancaban las actividades. Se quedó refunfuñando un poco, convencido que no le habían creído la historia, pero con la seguridad de que la relato tal cual acontenció, sin un mínimo agregado que no hubiera surgido de la acontecido esa noche.

Mientras tanto, en la canchita, un paquete de Jockey Club suaves aparece tirado debajo de una tribuna. Le falta un cigarrillo.

Se escucha un pelotazo.






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