Fuegos de artificio
Anoche hubo fuegos artificiales. La noche oscura se volvió día mientras el cielo se iluminaba. Temblamos. De nuevo. Solo hubo daños menores. Pero nunca te acostumbras.
El mes pasado también los hubo,
pero en pleno día. Fue la última vez que vi a papá. Cuando se disipo el humo,
Ramad lo estaba llevando en andas hasta un vehículo que se perdió en el camino.
Sigo esperando por él, mientras cuido de mamá y mi hermana.
El alma en pausa, en un juego de
ajedrez donde somos menos que peones. La desesperada angustia existencial de
que hoy podría ser el último día de tu vida, con una latencia real, no
metáforica, no como una forma de analizar la vida en la pasividad de un sillón,
tomando un café caliente, previo a disponerte a descansar. Aquí es real,
esquivando a la muerte, cada día es un nuevo milagro, cada hora, un regalo de
Alá.
Diez días de calma bastan para
intentar retomar la rutina. Solo hay más escombros. Solo hay menos personas.
Hasta que explota una vez más
todo. Vuelan edificios. Creo que ha llegado mi hora. Pero despierto. Respiro.
Tras recibir ayuda médica, sobrevivo. Tengo un brazo menos. Estoy lleno de
resentimiento. Y de miedo. Por mi, por nosotros. El hedor a carne quemada es
insoportable, penetra en las fosas nasales y no se va. Es el perfume de la
muerte.
Cae una vez más la noche,
cerrada, engañosa. De pronto, se oyen silbidos en el aire, que van en aumento.
Tenues incandescencias aparecen en el horizonte. Comienzo a verlas elevarse. No
estoy seguro si estallan y arrojan luces y estrellas, o se dirigen hacia aquí. Solo
deseo que del otro lado de la franja este comenzando la Navidad.
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