Playa


Me alcanza con recordar el olor que impregnó el auto del nono cuando ya estábamos a unos pocos Km de San Clemente, para saber que ese fue el punto exacto en el cual sentí mariposas en la panza por primera vez. Esas cosas no se olvidan, claro que no. Los 80 se caían por la ventana con precios que volaban en una misma tarde, e irnos de vacaciones por primera vez (en realidad no la primera primera, pero si la primera vez de la cual yo tomé noción real) fue una empresa casi de riesgo. Yo no sabía bien que era Villa Gesell, pero papá me dijo que era un lugar con mar y arena, y no me produjo ninguna sensación particular. Solo estaba contenta por irme de vacaciones, que tampoco entendía bien del todo que era aún. 

Pero ese aroma. Que no era solo un aroma, era una aroma y una brisa, y una forma de quemar del sol que nunca había sentido. No tenía palabras en ese momento, y creo aún no las tengo, pero si me acuerdo de lo que sentí cuando dejamos los bolsos en la casita que quedaba a 5 cuadras de la playa, y mamá me ayudo a cambiar, me puso una malla de Jem & The Hollograms, y me lleno la cara de crema (eso no me gusto), y el nono y la nona agarraron unas reposeras y unos disquitos de madera que iban a usar con papá para tirar de un lado a otro y ver cual llegaba más lejos, y después cambiar de lado. Y el ruido de las olas que sonaba más cercano, y golpeaba cada vez más fuerte, y mi corazón que latía al mismo ritmo. 

Lo primero que recuerdo es la sensación extraña (pero tan placentera) de la arena que se colaba por mis ojotas, y mamá diciendo “no te las saques que te va a quemar”, y yo me las saqué y, efectivamente (pues las madres, aún las que nunca jamás han estado en la playa, conocen íntegro el manual de comportamientos en la playa de forma innata) me quemé, pero solo un poco, o quizás no tan poco, pero era dolor delicioso, y el calor subía  y me impregnaba todos los poros, y observaba mis pies, que a cada paso quedaban tapados por una leve capa de granitos amarillentos que se escurrían y me liberaban, para al instante siguiente absorberme, y repetir esa operatoria hasta llegar a la parte más oscura de la arena, donde la sensación era totalmente distinta; la arena se agrupaba y estaba húmeda, y ahora ya no tenía calor en las plantas de los pies, ahora solo podía ver al nono elegir un lugar entre otras sombrillas, y dejar nuestras cosas, y oírlo decir “mi amor, vamos al agua?”, y darme la mano y empezar a recorrer esos metros que nos separaban de la espuma del mar que se acercaba y alejaba constantemente, hasta que una pequeña ola nos tapó hasta los tobillos y yo salte del frío que me dio, y enseguida nos dimos un chapuzón contra una ola y el frio se fue rápido, y papá vino corriendo a nadar a con nosotros. 

La arena que está abajo del mar es la misma que está en la costa, pero es distinta, esa arena un poco quiere que te quedes jugando ahí con ella, y con las olas, y que te diviertas y seas una niña eternamente, sin importar la edad que puedas tener, y sin mayor preocupación que estar atenta para saltar la próxima ola, o que mamá nos llame para comer los churros que acaba de comprar, los de “apúrense que el muchacho los trajo recién calentitos”, y haber perdido la noción del tiempo (que era el tiempo en ese entonces?) y no notar que había pasado una hora casi, y la abuela diciendo “no saben como va a dormir este tesoro a la noche”. Y cada vez que me acerco a la arena, me invade la misma sensación, la misma paz, la misma calma, la que aparece con cada uno de los colores del mar (que nunca son los mismos), y con cada estallido de sol, que no es el mismo de mañana, en la orilla, con el brillo del amanecer, que el de la hora mágica, cuando los últimos rayos todo lo bañan y lo transforman en oro, sean momentos, o sean miradas que te atraviesan y te estaquean en el medio de la playa. Ese día fui feliz por primera vez.

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