Rocanroles sin destino

 

¿Te acordas de “Una nueva noche fría”? Sonaba en los boliches, en las radios, en las canchas, y hasta en alguna publicidad. Sonaba hasta en la sopa. Durante ese año todos se volvieron fanas de la banda por ese tema, solamente por ese. Un poco nos jodía, porque nosotros ya los escuchábamos desde hacía más tiempo, los habíamos ido a ver tres o cuatro veces, teníamos todos los discos. Pero la mayoría no. Se subieron a la ola recién ahí, y a nosotros nos generaba lo que pasa a veces cuando algo que te gusta se hace masivo: ya no nos pertenecía con tanta exclusividad. En esa época nos creíamos los dueños del mundo, los más pijas del colegio porque estábamos rodeados de compañeros caretas que escuchaban marcha y ahora querían escuchar rock, de la nada misma. Nos irritaba. Que lindo era que esos fueran nuestros problemas.

 

Fantaseábamos con armar nuestra propia banda: mi viejo me había conseguido un bajo y enseguida aprendí a tocarlo, vos zafabas cantando, más por carisma que por afinar, y el gordo Julián iba a tocar la viola, pero siempre daba muchas vueltas. Nos prometía conseguir un batero, y nunca nos confirmaba. Al final, él se hizo una banda de covers de ABBA y nos dejó tirados. Si hubieras sabido lo bien que le iría con eso no lo hubieras boludeado tanto, hoy es millonario, vive en Suecia y tiene una cadena de hoteles.

 

En ese momento el país ya no estaba tan roto, y los patacones y el club del trueque eran casi un recuerdo lejano. Solo nos importaba irnos de viaje de egresados para tratar de debutar con alguna compañera o alguna piba de otro colegio, fumar porro a escondidas y meter alguna petaca de bolskaya en el boliche para escabiarnos. A lo lejos mirábamos a la UBA, pensando en estudiar la Licenciatura en Filosofía, o algo así. Yo en el fondo creo que vos ibas a terminar anotándote en la carrera de moda para todos los que no sabían que carajo estudiar en ese entonces: Administración de Empresas. Nunca lo sabremos. No te juzgo, yo terminé estudiando para traductor público de inglés. Vivo de eso, Negro. No volví a tocar el bajo nunca más.

 

Recuerdo tu cara cuando me aparecí con la remera de “Presión”, con los nombres de las canciones en la parte de atrás. Todos la querían, no se conseguía en ningún lado, y a vos un poco de bronca te daba aunque no lo admitias. Eso sí, no te jodió tanto como cuando me gané las entradas en la Radio Mega para los 3 shows de fin de año: uno dedicado a cada álbum. Habíamos dudado en sacar las entradas porque Once nos quedaba muy lejos, y cuando nos decidimos y fuimos, se habían agotado un ratito antes. Lo que pensamos que era un golpe de suerte, en realidad, terminó siendo absolutamente todo lo opuesto. Yo fui a los primeros dos recitales, viajé dos horas de ida y de vuelta, envuelto en otros como nosotros que querían sacarse lo poco que quedaba del año de encima, disfrutar con amigos un rato y volver felices a sus casas. Te regalé la entrada para el tercer día, el de “Rocanroles sin Destino”, porque era el disco que más te gustaba, y quería que vivieras lo mismo, una fiesta con tu banda favorita. Al final de la noche anterior yo casi me descompuse, hacía mucho calor, y había olor a pólvora mezclado con olor a chivo bien ácido, concentrado. No corría una gota de aire, y el lugar estaba hasta las manijas. Las vallas parecían pegadas contra el escenario, como para que entrara toda la gente que pudiera entrar, y más también. Sigo pensando que ese boleto picado era mío, que quizás vos me reemplazaste en forma literal, que vos ocupaste mi lugar en esa tercera y fatídica noche en República de Cromañon.

 

Todavía me despierto a la madrugada transpirado por haber soñado una vez más con la noticia que apareció en Crónica a las 23.50 hs, diciendo que había ocurrido un incendio en un recital, y los números: 1, 3, 8, 60, 110, 152, 194 muertos. Los mensajes de texto que no llegaban, cuando ni siquiera todos tenían celulares. Caos. Pánico. Humo. Oscuridad. Tranza. Todo mezclado en un mismo grito ahogado. Cuerpos pisados. Y miles de zapatillas Topper blancas que se quedaron sin dueños. Sin sueños. El espanto mismo. El momento en el que se esfumó mi adolescencia. Cuando me logro volver a dormir,  las veces que lo logro, te imagino como si yo estuviese al lado tuyo en ese momento: cuando la candela tocó la media sombra en el techo, cuando se cortó la música, y la luz que se fue. ¿Qué te habrá pasado? ¿Qué habrás pensado?  ¿Y qué habrás sentido? Días después apareció un video en donde se veía salir a un chico y entre los bomberos con gente en brazos; luego empezaba a toser, se agachaba, y se desplomaba. Yo creo que eras vos. Nunca pudimos comprobarlo. Te llevaron al Pirovano, pero no había nada que hacer. A tus viejos no los vi en el juicio, ya se habían mudado a Australia para esa época, donde vivía tu hermana. “La única justicia es que nos lo devuelvan, y eso no va a pasar”, decían. Me siguen saludando para mi cumple todos los años por Facebook.

 

Por mi parte, algo mío también se fue esa noche. Algo se apagó. No puedo dejar de sentirme culpable y de pensar que vos tendrías que estar hinchando las pelotas aca y yendo a alentar a tu Colegiales querido, y no estar tu nombre en una bandera que dice “Por los sueños que quedaron allá”. No volví a escuchar nunca más a la banda, dejé de escuchar la radio. La música no forma parte activa de mi vida. Me entretengo con películas y series. Mis hijos son chicos, y me tocará más adelante contarles esta historia. Quedate tranquilo que te sigo recordando siempre, Negro querido, hermano de la vida. Ya nos volveremos a ver. Te sigo extrañando mucho.

 



 

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