¿Por qué estás en un hospital?




PRIMER ACTO

Es viernes a la noche, hace calor y la humedad se hace sentir más que otros días. Casi no hay señal en este hospital del conurbano bonaerense. Se me acaba la batería del teléfono y tampoco me traje nada para leer. El doctor se acerca y dice que hay más de diez horas de demora para la atención. La gente se agolpa por la epidemia de dengue de marzo y, efectivamente, es el único médico en todo el hospital zonal que deambula entre la guardia y los pisos de internación. Mi abuela casi no se queja. Está con fiebre pero se la banca. “Estuve peor en la guerra, nene. No pasa nada. Ya me van a atender”. Pienso en la generación de cristal que me sucede, que tiene ansiedad si no le responden un whatsapp a los 2 minutos y entran en crisis, y me río solo. La abuela me mira y también se ríe. La gente nos mira desorientados.

En la primera fila veo a dos personas de avanzada edad. Ella le sostiene la cabeza a él, y probablemente también su alma, cuyo cuerpo parece querer pedir la cuenta. Un nene patea una botellita vacía y me saca de mis pensamientos por un instante. Una enfermera lo reta, y el papá le explica que hace mucho que están acá, y que la criatura está aburrida, y no podía dejarlo con nadie. La enfermera le dice que el resto de las personas no tienen la culpa, y comienzan a discutir. Nadie se mete, a nadie le molesta el nene pateando, pero el cansancio mezclado con el calor es superador como para reaccionar o emitir opinión alguna. Todos vuelven rápido a su mundo de miradas cabizbajas, con algo de tristeza y desazón por ser atendidos vaya a saber uno cuando. Una mujer comienza a llorar, dice tener presión alta y tiene miedo de morir, grita que le da miedo sufrir y sentir dolor. Me conmueve, me perturba, y viene a mi el recuerdo de tu voz anunciando que esa vez te alejabas para siempre. Tu cuerpo disfrazado de una aparente calma de mar de Monet, que se termina de vestir, tomar sus petates y partir. Yo quisiera contarte cosas, de la vida, del vivir y el morir, pero qué sabrás vos de estos menesteres, si quien perdió su alma no sabe ni cómo sufrir. Lo último que me decís instantes después que te abro la puerta, es “será una noche difícil”. Como si no lo adivinara.

Se muere la batería, ya es de madrugada. Mi abuela y yo seguimos esperando. La gente se impacienta. El nene se queda dormido, y la mujer sigue llorando.

 

SEGUNDO ACTO

Amanece y seguimos aquí, entre el dolor, el fastidio y la pesadumbre. No sé en qué momento bajo tanto la temperatura. Estamos casi los mismos que a la noche, salvo algunos que fueron atendiendo y otros que se fueron, abatidos y resignados, a calmar el dolor a su hogar, o a peregrinar por otros nosocomios en busca de redención y alguien que los ayude.

Veo a un perro del otro lado del ingreso que nos mira de refilón. Es un cuzquito, un raza perro, negro, con los ojos oscuros, pero cara de bueno, de esos que encontras cada 2 cuadras en la calle. Luce relativamente bien cuidado y alimentado. Está echado muy tranquilo, con la cabeza apoyada en sus patas delanteras, con la mirada relajada, como a gusto, pero sin que le importe mucho lo que acontece a su alrededor. Qué más le da la epidemia del dengue, la tos y el gentío.

El recepcionista se enoja y cierra la puerta de un golpe. Luce extenuado, irritado. Todos lo tratan mal, los pacientes, las enfermeras, los médicos y los familiares. Le piden soluciones por un sueldo mínimo que encima ahora cobra en tres tramos. En cualquier momento manda a la mierda a todos. Como culparlo. En voz alta le dice al camillero del piso de internación que ese perro vive a tres cuadras del hospital. Que el dueño lo deja salir a pesar que esta viejo y le cuesta caminar, pero que así y todo sabe ir y venir a su casa. Pareciera que viene a la puerta a acompañar gente. O a reírse de ellos. O a compadecerlos. Tal vez todo eso junto.

Me acerco a la única ventana que da a la calle a ver si identifico algún kiosko para comprarle un café a la abuela, y veo al perro, sabiéndose totalmente libre. Creo que a lo lejos me escucha hasta los latidos. Se da vuelta, me mira con compasión y me dice: “¿Noche difícil, no?”.

¡¿Cómo es que un perro me habla?! ¡¡Le leí perfectamente los labios!! No entiendo nada, me confundo, siento miedo. La abuela me mira y no dice nada. ¿Será el cansancio que me juega una mala pasada? Quiero salir del hospital e ir a buscar al perro parlante, pero escucho gritar el apellido de la nona. Es el doctor que la llama.

“Suarez.”

“Suarez, te estoy hablando.”

“¡Luciano!”

El grito del doctor me saca de eje. Se acerca y me dice “Mira campeón, yo también estoy cansado, hace 22 hs que estoy metido aca, no dormí una mierda, y esto está estallado de gente. Pero no podés estar pelotudeando así, mirando por la ventana a un perro de mierda cuando te estoy llamando. Avispate. Y afloja con eso, que tenes los ojos estallados y se nota.”. Es evidente mi cara de desconcierto, pues sigo sin responder. Con un tono más conciliador, se calma y me dice “Lucho, ya me enteré que hace tres días que estás haciendo horas extra y no te fuiste de acá. Tenés que parar. Esto no te va a devolver a tu abuela”.

Llega mi reemplazo, le comento como fue la noche, la demora que hay, la cantidad de pacientes esperando ser atendidos, y termino mi turno.

 

TERCER ACTO

Llega el mediodía. Salgo del hospital con mi cansancio y las palabras del perro resonando en mi cabeza, igual que las tuyas. Sigo sumergido en el misterio. El perro ya no está, y vos tampoco.

El sol me ciega la mirada. No puedo mirar para arriba, no traje los lentes. Tampoco hay nada que ver. Igual que en el inhóspito y desolado hueco que deja tu alma peregrina.



(Adaptación de un cuento de Natalia Servalli)

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