El ojo (sentimientos encontrados)

 

Hace mas o menos una hora que llegué a casa. Sigo aturdida y algo confundida. Por la luz que entra por una hendija de la persiana, entiendo que debe ser el final de la tarde, pero de camino hacia la clínica estaba lloviendo. De hecho, no estoy del todo segura que sea el mismo día. Siento la cara adormecida, como si me hubiera desmayado arriba de una bolsa llena de hielo. Tengo algunas dificultades motrices para mover el resto del cuerpo, y por eso prefiero quedarme en mi cama, quietita. El clima en casa es cálido; todavía no se fue el verano, pero yo siento algo de frío. Creo percibir un aroma a café que viene de la cocina, y la veo a mi hermana salir disparada a ver si puede comer algo. Ella come a toda hora, es muy glotona; algún experto diría “como toda colorada”, pero a mi me parece un reduccionismo un poco simplista, y me hace acordar a la frenología de Gall. Enseguida viene él, con su taza humeante, me pregunta “¿cómo se siente mi nena?”, y me hace un mimo en la cabeza. Después me da un beso en la frente, y me dice que me voy a poner bien, que me quede tranquila, que me va a cuidar. Sigo sin entender bien aún, pero ¿cómo no confiar en él?

Con el correr de las horas el frío se disipa, y comienzo a reponerme. Llegan a mi mente de a ratos imágenes relativamente lúcidas: un reflector que me alumbra desde arriba, un consultorio lleno de elementos metálicos que jamás vi en mi vida, un olor a pervinox casi tan perturbante como el perfume a terror que me invade, y toda esa incertidumbre mitigada por una doctora que me habla tan dulcemente mientras balbucea canciones de El Kuelgue y los Beatles (en un inglés bastante rústico, por cierto).

Papá salió un rato, y me dejó con el collar isabelino colocado, pero me lo saqué enseguida: lo odio, me molesta, no me deja dormir. No se para que me lo dieron. ¿Se pensarán que soy tonta y que me voy a lastimar sola? ¿O será solo un procedimiento de rutina? Da igual, en cuanto me lo vuelva a poner, me lo voy a sacar una vez más. No importa cuantas veces lean esto: no-me-gusta-ese-collar-del-orto.

Logro dormir una siestita, y al despertarme me siento más orientada. Puedo pararme, y caminar: buena señal. Voy hasta el living, pero no quiero comer aún, estoy sin apetito. Papá está mirando un partido de River, y Mara está al lado de él. Cuando me ve me pregunta en forma retórica como me siento, me acaricia y me dice con mucha ternura que fue un día largo, que tengo que descansar más, y que en breve todo va a estar óptimo. No me dice nada por no tener el cuello colocado.

La mañana siguiente me encuentra con más energía, pero un poco más dolorida. Debe ser que se agotó el efecto de los analgésicos intramusculares. Papá me dió unos remedios con una jeringa antes de irse a trabajar, eran horribles y quise escupirlos, pero no me quedó otra opción que tragarlos. Ahora estoy en el balcón, apoyada contra la pared, dejando que el sol me invada de refilón. El olor a los tilos y los jazmines me cubren el cuerpo, mientras una sensación de vacío, enojo, culpa, e insatisfacción se apodera lentamente de mí. Una catarata de sentimientos encontrados que van del amor al odio, con muchos grises en el medio. Por un lado, me siento realmente cuidada como nunca me pasó en la vida: papá me adoptó y mi existencia dio un giro de 180 grados. Dejé de ser invisible para el mundo el día que este señor me eligió para vivir con él, como su hija. Y yo, que ya conocía el funcionamiento de la psiquis de las personas, pues pateaba calles de pequeña, pensé que eso nunca ocurriría: ¿Acaso quién podría adoptar a alguien con una discapacidad como la mía? ¿Por qué elegir a alguien para compartir la vida que ve con un solo ojo? Sin embargo, el milagro pasó, y apenas llegué a casa todo fue alegría constante: tenía la comida que quería, juguetes, cariño, y hasta una hermana de casi mi misma edad, Mara. Pocos conocen el desamparo de vivir en la calle, comiendo cada tanto, pasando frío, exponiéndose a peligros constantes (como el de aquel palazo en la cabeza que me dieron en esa fábrica, donde iba a buscar alimento, y que me dejo sin visión en mi ojo izquierdo). Como si alguien realmente pudiera elegir vivir a la intemperie, sin nadie que se preocupe por una, o que la abrace en un día difícil, o festeje sus propias alegrías o comparta las ajenas. Ser consciente de que nunca tendría que pasar por ello nuevamente me daba ganas de llorar. Ya no sabía expresar mi gratitud.

Sin embargo… yo no pedí esa operación. Papá no me preguntó si yo quería someterme a ello. Se que la doctora dijo que era necesario para evitar infecciones o problemas a futuro. Pero a mi nadie me dijo si quería pasar por ello, si quería someterme a tal nivel de stress. En épocas de voces escuchadas, de pacientes con derechos, de tolerancia a las opiniones, ¿nadie pensó en mí? ¿Nadie evaluó que yo prefería quedarme con mi ojo, así, sin funcionamiento, pero con ojo al fin? ¿Como no me dieron a elegir? Me sentí invisibilizada de nuevo. Reviví todo mi calvario. Y eso es difícil de perdonar. Se que fue para cuidarme, que papá dudo mucho en hacerlo, y que estos últimos días estuvo nervioso y preocupado. Mi hermana dice que fue para mejor, que así voy a vivir más tiempo, y que no cambia absolutamente nada: sigo siendo bonita, aún con una cicatriz enorme en la cara. Por cierto, los puntos empiezan a molestarme y me quiero rascar, pero sé que me voy a lastimar. Y me van a querer poner ese cuello horrendo. Así que mejor no.

Con esa ambigüedad de sentimientos a cuestas, en un rapto de ira, decido llamar a la línea 144. Me atiende una señorita muy amable, de nombre Lucrecia, que lamentablemente no es muy receptiva al oír mi caso. De hecho, me repregunta mi nombre tres veces, hasta que insisto muy enculada: B-A-T-A-T-A, me llamo BATATA Rodriguez. Si señorita, Batata es mi primer nombre. Eso no es lo peor, sino que muy firmemente la joven asevera que es la primera vez que alguien llama para burlarse de ella de tal manera, que cómo alguien con mi descripción podría estar hablando por teléfono, que esta línea es para cosas serias, y que agradezca que está de buen humor y no cortó antes la comunicación por tomarle el pelo. Que tiempos estos en los que estamos viviendo, que falta de empatía.

Anonadada y fuera de mí, casi abstraída de la realidad, y en connivencia con mi hermana, decido que es hora de vengarme. Al llegar papá de trabajar, Mara lo convence con un truco que ella llamaba “la emboscada rusa”, que básicamente consiste en ponerse panza arriba para que le hagan cosquillas y le den algo rico de comer. No conozco a nadie que acepte recibir tantas cosquillas en esa parte del cuerpo, ni siquiera por caballa o atún. Pero ella sí. Es increíble. Mientras papá se dispone a agacharse para llenarla de mimos, al comentario de “Hola Maracuyá, como está esa gatita hermosa?”, me arrojo desde el último estante de la biblioteca sobre él, y en un acto de destreza y velocidad pocas veces visto, le coloco a mi padre el cuello isabelino en un solo intento, cayendo parada al suelo, para detenerme luego y mirarlo absorto, como guiñándole el ojo, y expresarle en una mirada tuerta lo que una hija enojada puede hacer. Papá se queda mirándome en silencio, primero solo a mí, y luego también a Maracuyá. Acto seguido, nos da una suprema de pollo. Entrada la noche, y de ahí en adelante, ni Mara ni yo volvemos a ver el collar.

Hoy, diez días después, me han sacado los puntos. La veterinaria dice que evolucioné muy bien. Tanbién dice que soy muy obediente, y que es evidente que use el collar isabelino todos los días. Papá no la corrige. Solo me hace un mimo sin mirarme.

Tan tierno como cobarde.

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