El Muro Rodríguez



"Hacer el gol en la final, en el último minuto, y gracias a eso salir campeones".

Estaba practicamente seguro que, de hacer un relevamiento sobre la circunstancia que toda persona quisiera protagonizar algún día, en el verde césped, en un partido determinado, iba a otorgar como resultado unánime la descripta al inicio. Guarda una lógica, claro: final del mundo, o final del torneo del barrio (para el caso, la intensidad en un caso u otro puede ser tranquilamente la misma, no es necesario aclararlo), empate en cero tantos, trabado, peleado. La pelota que llega a los pies del delantero en el minuto 94, los defensores que no llegan al cierre, el arquero que avanza hacia el ejecutante y amenaza con custodiar la vaya con la misma tenacidad con la que el Can Cerbero protegía la puerta del mismisimo Ades, en la mitología griega, y a pesar de eso, la sangre de esquimal, el cuerpo arqueandose, la mirada fija en la caprichosa (como diría Quique Wolf), y el remate preciso, certero, mortal, que se enrosca en donde las arañas tejen sus redes, que desata la alegría de millones (o un puñado) de personas, y acto posterior, el pitazo que indica que el equipo se alza con la victoria y con el torneo mismo. Eventualmente, la circunstacia podría derivarse en que dicho gol fuese convertido al ejecutar el último penal de una serie interminable de lanzamientos, o mediante una jugada acrobática, mas digna de Nadia Comaneci que de otro mortal.

Sin embargo, la generalidad de los casos no contemplaba el de Carlos "el Muro" Rodriguez. Ya desde sus épocas en las inferiores del Doque, a donde recaló a los 14 años proveniente de Deportivo Caramelo (de donde llegó con aires de capo canonnieri y pronto fue reubicado como zaguero por sus dimensiones fisicas), Carlos aprendió el oficio de cuevero, defensor central, aguerrido perro de presa cuya misión era destruir las habilitaciones de los enganches visitantes para con sus delanteros, a quienes la figura del Muro, sencillamente, amedrentaba. Eso, junto también a las ocurrentes amenazas a los rivales para intimidarlos, tales como las que alguna vez se comenta que le gritó al 9 de Comunicaciones en un partido de reserva, a quien la prometió hacer un asado con su pierna derecha y luego limpiar la parrilla con la izquierda si osaba pisar el área (a los 10 minutos, el 9 alegó un calambre, desgarro, tumor, aun no se sabe bien que, pero rapidamente salió del campo).

Si bien Rodriguez cosechaba en su vasta carrera en primera (14 años defendiendo los colores del equipo del sur que lo formó) algunos goles, nunca fue su ambición convertir, al punto que practicamente no gritaba sus propios tantos. Menos aún soñaba con marcar en un partido definitorio. Lo que él añoraba, a diferencia de la mayoría (todos) sus compañeros, era simplemente parar una pelota en la línea en un partido por el ascenso. Creía que esa aniquilación de la esperanza del rival de convertir podía darle la fuerza suficiente a su equipo para poder vencer a cualquier defensa, a cuanto arquero le pusieran enfrente.

Fue así como, con el correr de la temporada de 1989, el Doque llegó al partido definitorio por el ascenso a la antigua Primera B contra Lamadrid. Rodriguez, de 34 años ya, experimentado y capitán, amenazó en el sorteo al dueño de la cinta de los Carceleros demostrado su cultura ricotera, al decirle que si se le acercaba a por lo menos 5 metros, iba a "ver crecer las flores desde abajo."

En el minuto 88, con el partido empatado en 1, el wing de Lamadrid recuperó una pelota, e imprimió una velocidad tal que, según los que presenciaron el juego, solamente se le volvió a ver el año siguiente a un rubio pelilargo que defendía los colores argentinos en el mundial, habilitó a un juvenil delantero, que increiblemente solo, se disponía a tocar la pelota por encima del arquero de Dock Sud.

El globo fue perfecto, la parabola de la pelota, impecable. Mientras todo Lamadrid ya casi gritaba el gol, apareció él. Sí, el Muro. Con sus años a cuestas y todo, se las habia ingeniado para efectuar el pique de su vida. La pelota a punto de ingresar al arco, el salto de Rodriguez, y un giro en el aire digno de una pequeñuela que practica ballet que le permitió, no sin dificultad, matar la pelota de pecho en la mismísima línea de meta. Una jugada espectacular por donde se la analice. El defensor y toda su inmensidad a cuestas bajaron de ese sueño aéreo con el balón dominado, para posteriormente alejarla violentamente ante el acecho de la jauría carcelera que se acercaba feroz al arco. La muchachada del Doque pareció volver a cobrar vida, el Estadio se caía (podríamos decir que casi literalmente, ya que los tablones de madera no otorgaban suficientes garantías a los espectadores), y el coro de almas gritando "Murooo, muroooooo", no se hizo esperar. Cerca del final de su carrera, Carlos lograba su sueño como jugador de futbol.

Ya poco importaría después que, sobre el final, el wing carcelero le diera el triunfo y el consiguiente ascenso a Lamadrid con un tremendo testazo. Las lágrimas que ese día cayeron sobre zona sur no empañaron el final de la carrera en Dock Sud de Carlos Rodriguez (su esfuerzo fue reconocido y su pase fue adquirido por Banfield, que por entoncnes militaba en la Primera B, donde jugó algunos partidos con altibajos varios, hasta que finalmente en 1993 se retiró definitivamente de las canchas), un recio jugador que pudo lograr lo que muchos otros nunca llegaron a hacer: protagonizar su (particular) fantasía dentro de un campo de juego.

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